El monstruo en la habitación.
( Relatos Confesiones )


Cuando era pequeña, no voy a decir la edad que tenía, ya despuntaba para ser la mujer que soy ahora. Tenía un pecho sobresaliente, desde los 10 años abandone el corpiño y me uní a las legiones del bra. Si bien todavía tenía esa pancita pueril, que identifica a las niñas, ya mis caderas se formaban con la exuberancia que ahora las caracteriza. Y lo que más me gustaba en aquellos entonces eran mis labios, grandes y carnosos.

También, característica de aquella edad, me moría de miedo ante cualquier cosa sobre natural. Me asustaban el viento, las tormentas, la oscuridad de la noche y, sobre todo, las películas de terror. No podía ver una sola película sin que me invadiera el temor a ser mordida, devorada, poseída, abducida o desmembrada por algún ser de ultratumba. Sabía que en cualquier caso me sería difícil conciliar el sueño si veía alguna película de ese estilo.

A pesar de ello, muchas veces insistí en verlas, quizá para sobreponerme, quizá para no parecer una niña, o cualquier otro quizá. El caso es que las veía y sabía que esa noche no dormiría del terror que me acompañaría hasta la cama y aguardaría conmigo hasta que despuntara la primera luz del día siguiente, para saber que quedaba sana y salva de cualquier fatalidad.

Una noche que nos quedamos en casa de mi tía Azucena, la familia se puso a ver una película de aquellas; me habían mandado a dormir, pero como la niña quería demostrar que ya era toda una señorita, se resistió y se quedó a ver la dichosa película con todo el estoicismo que pudo juntar. Cuando terminamos sabía que esa noche no dormiría. Para acabarla de amolar, se había soltado una tormenta y el viento golpeaba terriblemente las ventanas.

En mi cama seguía la tormenta con insistencia: uno, dos, tres… ocho nueve, diez, trueno, relámpago. Uno, dos, tres, trueno, relámpago, trueno. Uno, dos, tres, trueno, relámpago… Estaba segura de que en cualquier momento las fuerzas del mal entrarían en mi cuarto y me succionarían la sangre y desmembrarían mi cuerpo. Uno, dos, tres, trueno, relámpago, trueno, relámpago… Sin más, salí corriendo de mi cama y fui al cuarto de mi padre. Está de más decir que fui echada a patadas: ¿Quería ser una señorita, no? Pues las señoritas saben que no hay fantasmas, así que a tu cuarto.

Pensé que me mandaban a la muerte segura y que nadie me libraría de ella. Entonces, cuando estaba ya dispuesta a sucumbir ante los demonios y a entregar mi cuello para que fuera mordido por algún vampiro, la puerta de la recamara de Antonio, mi primo, 6 años mayor que yo, se abrió. Esa era mi tabla de salvación y no rehuí a ella. Corriendo entré al cuarto, cerré la puerta y me metí bajo las cobijas y sabanas de su cama. Inmediatamente sentí su abrazo que “me protegía”. Estaba desnudo. Su cuerpo era caliente y temblaba. Me abracé a él por inercia, por necesidad de cobijo. Me beso tiernamente en la frente y los ojos, y rozó apenas con sus labios los míos. ¿Tienes miedo de los monstruos?, me dijo en susurro. Asentí con la cabeza sin saber si lograba verme. Te voy a dar algo para que no tengas miedo, dijo. Tienes que meterte más en las cobijas, agregó. Me enterré más en ese sudario de telas.

No esperó a nada, tomó mi cabeza entre sus manos y clavó su pene en mi boca. El sabor era acre, y el olor penetrante; mi boca se lleno de él. No era la primera vez que veía uno, había espiado a mi papá, a mis amigos, alguna vez un tipo me enseño uno en la calle, pero nunca lo había tocado, mucho menos metido en mi boca. Así que sin saber que se esperaba de mí, será por intuición o perversión, comencé a mamarlo, a chuparlo con gusto y ganas. Sentía como crecía y se calentaba en mi boca. Me llenaba de gusto, calor y seguridad. El miedo se había ido, y me invadía una ola de entusiasmo y valor.

Chupe y chupe el pene de Antonio, acompañado de la presión de sus manos en mi cabeza. A ratos me atragantaba, a ratos succionaba, a ratos me ahogaba de calor, a ratos quería que no terminara. Mi primo empezó a mover sus caderas con fervor e inesperadamente me roció la boca de leche que empezó a derramarse por la comisura de mis labios. No me dejo despegarme hasta vaciarse en mí, y después, sin decir nada, me obligo a limpiarlo con la lengua. El miedo había dejado de existir.

Pasé la noche sujetando ese rico pene entre mis manos. Ahora cada vez que tengo miedo me acuerdo de el único monstruo que dejo aparecerse en mi cama, el monstruo de un solo ojo, dispuesto a llenarme de leche caliente y a cubrir mi sueño de deseo.




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Codigo do Relato
5179

Categoria
Confesiones

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